
Todos soñamos con las fotos de trofeos excepcionales que inundan la red y que, a la postre, terminan ilustrando los “programas” del orgánico de turno que, a modo de cebo, tenta las debilidades del buen aficionado, que ávido de ilusiones y de flaca memoria, reincide una temporada tras otra en lo que algunos han convertido un floreciente negocio. Como digo, a todos nos gusta abatir la pieza excepcional (el que pueda) Presumir de trofeo es casi más antiguo que la propia afición.


La elección del animal, el lance en sí mismo, el momento del tiro, el abate, el rito que termina con la muerte del animal, son todas cuestiones tan íntimas del cazador y que solo deben ser sometidas a examen desde ese punto de vista, y eso no se mide con puntos o centímetros. Cada uno debe ajustar cuentas con su conciencia y los detalles que solamente el cazador en primera persona conoce.
No es preciso, por cuestiones obvias, remitirme a las manidas reflexiones en torno a las granjas o cercones que adulteran la actividad cinegética en su integridad (caso de que sostengamos que esto pertenece a nuestra afición). Éste es un ámbito en el que impera el trofeismo en estado puro y la perversión de la actuación de organizadores y participantes se centra en el peso, puntos y centímetros como si así se pudiese discernir el buen cazador del menos hábil. Cuando el guion está tan claro y el final se conoce de antemano, los alicientes descienden a ritmo exponencial.
Si al tema le añadimos la variante de que el mejor trofeo no se corresponde necesariamente con el animal más viejo, más astuto o de más dificultad en abatir, la ecuación resulta aún más clara contra el referido trofeismo.
Evitemos por tanto deducciones facilonas en torno a algo tan excelso y complejo como nuestras actuaciones cinegéticas con minusvaloraciones a partir de la calidad de un trofeo cuyo trabajo para obtenerlo responde a cuestiones de difícil “homologación”. Un abrazo
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